Martina:
Mi
abuela sentía una debilidad por Jorge, siempre le consentía y le
regalaba dulces a escondidas de mi madre. Ella creía que a él le faltaba
cariño, pero la verdad es que no. Incluso mis padres querían más a
Jorge que a mí. Era un niño demasiado consentido para ser el hijo de la
niñera.
Mis
hermanas estaban encantadas cuando él llegó, escondido detrás de la
falda de su madre con la nariz roja y los ojos hinchados de tanto
llorar. Yo sabía que su presencia significaba problemas.
El día en
que entró a nuestras vidas fue como un nuevo nacimiento, todos se
preocupaban de él: si tenía hambre, la cocinera le preparaba comida lo
antes posible; si quería jugar, mis hermanas se turnaban para
entretenerlo; todo lo que él deseara estaba ante sus ojos en menos de
cinco segundos. Y a mí me dejaron de lado, abandonada entre las sonrisas
que le dedicaban a él.
Fue la infancia más aburrida que se
pudiera imaginar. A pesar de que la madre de Jorge estaba allí para
cuidarnos, su hijo era el protagonista. Era tierno, adorable, amable,
cariñoso, risueño y un montón de bobadas más que pensaba la gente acerca
de él.
Jorge se había robado mi lugar en la familia y lo peor es que a nadie le importaba.
Por eso lo odiaba.
Era
estúpido, me decían mis amigos, ya que a mí nunca me faltó nada
material. Pero lo que yo anhelaba era amor, sentirme especial para mi
familia y no ser alguien invisible. Sin embargo, era difícil destacar:
mi hermana mayor, Clara, estaba estudiando economía para ayudar a papá
en el trabajo, y Gabriela, mi hermana menor, era tan dulce como el
azúcar y la niña más sociable que haya conocido en mi vida.
En
cambio, yo era la que sacaba calificaciones promedio, la que no ganaba
ningún premio en la feria de ciencias, la que no conseguía nada por sus
propios méritos. Simplemente nadie.
Con los años, llegué a creer esa era una de las razones por las cuales mis padres trataban a Jorge como a su propio hijo.
Cuando
el cumplió 16 le hicieron una fiesta, arrendaron un local e invitaron a
los amigos de Jorge y a los de mi familia. Fue espectacular, hubo
fuegos artificiales y mis padres le regalaron un auto para cuando
cumpliera 18 y sacara la licencia de conducir.
Cuando yo cumplí 16,
tres meses después del cumpleaños de Jorge, me regañaron por reprobar
matemáticas y me inscribieron en una escuela de verano donde sufrí dos
meses con chicos que no paraban de calcular nada. Lo único bueno de ese
verano fue que conocí a Facundo y a Xabiani, los únicos que también
fueron obligados a ir a esa escuela por reprobar.
Pero todo se
complicó cuando Jorge celebró su cumpleaños número 18 y mis padres
decidieron hacer algo más íntimo. Fue una pequeña reunión entre mi
familia y la de él. Su madre seguía trabajando para nosotros, Gabriela
tenía catorce años y mi madre la consideraba todavía una niña. La
hermana de Jorge, Emma, viajó desde Londres hasta Buenos Aires para esa
fecha. Ella, a diferencia de su hermano, me agradaba.
Mi abuela había
ordenado hacer un pastel gigante de crema y chocolate, decoraron la
casa con flores y mis padres le susurraban cosas a Clara con aspecto
sospechoso.
En la noche, después de la cena especial que hicieron
para Jorge, mis padres se pusieron de pie y levantaron sus copas para
hacer un brindis. Dieron un discurso aburrido de lo mucho que lo querían
y que era considerado como uno más de la familia Stoessel.
Entonces,
la abuela comenzó a soltar lágrimas de felicidad, Clara no paraba de
sonreír y mis padres se miraron entre sí como a punto de revelar un
secreto.
Pero lo que dijeron fue más que un secreto, fue mi condena.
—Y
por todo ese cariño que te tenemos, Jorge —dijo mi padre, radiante con
su traje negro que fue especialmente hecho para la ocasión— queremos que
formes oficialmente parte de esta familia. Así que este es nuestro
regalo de cumpleaños, la mano de nuestra querida hija Martina.
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