"Galletas de chocolate" - 8 Años
Mamá
se arreglaba para ir al teatro con mi padre, llevaba un vestido liso de
seda rosa y un sombrero con plumas que yo utilizaba para disfrazarme de
indio nativo cuando Mercedes, Lodovica y Alba venían a jugar a la casa.
Si mamá se enteraba de eso, era niña muerta.
Nos dijo que se irían en cuanto llegara la nueva niñera. La anterior fue una anciana de cabello gris
que no hacía más que apretarme las mejillas cuando rompía cosas o
desobedecía órdenes. Acostumbraba a comportarme mal y a ser muy
entrometida, la niñera no soportaba mi manera de ser.
Como ella
vivía aquí, en una habitación al lado de las nuestras por si se nos
antojaba algo por las noches, era insoportable. Controlaba cada minuto
de nuestras vidas, hasta que un día murió.
Papá nos dijo que ella
se fue a hacer un viaje para visitar a unas hadas que vivían en
Escocia, Holly se lo creyó y le escribió una carta que mamá prometió
enviársela. Lily y yo sabíamos la verdad, la mujer ya había pasado a la
otra vida y por lo que escuché hablar a las cocineras, fue de un ataque
cardíaco. Como era demasiado pequeña para medir la gravedad de una
muerte, sólo me alegré de no tener que soportarla más. Era más parecida a
una bruja que a una amiga de las hadas.
Comenzó a caer una suave
lluvia que hacía que un dulzón olor a tierra y flores se mezclara y
entrara por las ventanas. Las sirvientas las cerraron para que no se
mojaran los marcos y porque mamá se volvió loca al pensar en la humedad y
en lo esponjoso que se pondría su cabello.
Cuando ella subió
corriendo las escaleras para darse un retoque de último minuto, sonó el
timbre retumbando por toda la casa. Ralph, el “mayordomo”, se apresuró
con su paso de pingüino a abrir la puerta. Un viento se coló hacia
adentro e hizo que estornudara, nos habían vestido para la ocasión con
unos espantosos vestidos de tul lila a todas iguales, nos formamos en
fila por orden de estatura y nos quedamos quietas cuando la nueva niñera
entró.
Era joven, me relajé en cuanto le vi el rostro. A su lado
iba una niña de cabello castaño y parecía ser más grande que Lily, era
alta y vestía unos jeans y una chaqueta verde mojada por la lluvia.
Supuse que sería su hija, no me gustó la idea de que vinieran otros
niños a vivir a mi casa.
— ¿Aquí es? —preguntó la chica, masticando chicle. La niñera asintió y nos sonrió con amabilidad.
Holly
no se resistió y se apresuró a abrazarla, era una niña bastante
encantadora que se encariñaba rápido con las personas. La niñera la
levantó y la abrazó como si fuera su propia hija, tal vez no era tan
mala como la anciana.
—Tú debes ser Holly, me han contado mucho
sobre ti —le dijo ella. Holly abrió mucho los ojos sin caber en la
felicidad, se llevarían muy bien.
— ¿Quién es ese niño? —preguntó
de repente mi hermana. Apuntaba detrás de la niñera y la impaciencia
hizo que se revolviera entre los brazos de ella. La niñera la dejó en el
suelo y se movió unos centímetros para dejar al descubierto a un niño
de mediana estatura con el cabello castaño un poco ondulado, con las
mejillas rojas y los ojos hinchados. Había estado llorando y se notaba a
kilómetros.
—Es mi hijo, Jorge. Él espera ser tu amigo —le
respondió ella. Holly se acercó al niño y lo abrazó, pero él la empujó e
hizo que cayera al suelo.
—Jorge, no hagas eso —le regañó su madre.
Lily
ni siquiera se movió, nos estaban educando para ser señoritas y guardar
la compostura en todo momento. Yo sabía desde hace tiempo que no lo
lograrían conmigo, así que caminé hasta al lado de Holly y la levanté,
después la obligué a ir al lado de Lily y yo sola, con mis ocho años
bien ganados, encaré al tal Jorge.
—Vuelves a empujar a mi
hermana y te cortó esos mechones castaños —eso no pareció asustarlo
demasiado, se quedó mirándome como mi perro Sparks a un gran hueso, eso
me asustó porque estaba la posibilidad de que él fuera retrasado.
—Jorge, discúlpate con Holly —le dijo la niñera.
Jorge
fue hasta Holly sin apartar la vista de mis ojos y se disculpó. Ella ya
había olvidado el asunto en cuanto se levantó del suelo, pero esa no
era excusa para no hacerse respetar.
—Tú cabello castaño te
delata, tú eres Martina—me volteé a ver a la niñera y asentí con la
cabeza. De las tres, yo era la única que se parecía a papá, Lily y Holly
eran parecidas a mamá con su cabello negro y sus ojos verdes. Yo era
una versión más grande de campanita, según mi abuela, sólo que con el
cabello castaño.
—Entonces, está damita es Lily, ¿no? —continuó la niñera.
—Así es —dijo Lily, con voz firme y la frente en alto.
Yo
solía reírme de ella y de la rigidez con la que hacía las cosas,
parecía una muñeca. Su perfección no me gustaba, cuando era más pequeña
solía jugar conmigo y cantar a los pies de las escaleras como si fuera
un escenario. Cuando cumplió los diez, le dio más importancia a la
escuela y se pasaba largas horas estudiando encerrada en su habitación.
Era muy madura para tener 11 años.
—Ella es Gemma, mi hija mayor
—la chica hizo un globo con el chicle y lo reventó, nos lanzó una mirada
sin expresión y siguió masticando.
Desde el segundo piso se
escuchó el taconeó de mi mamá que ya estaba lista para marcharse. Mi
padre apareció desde la cocina, llevaba un pedazo de pan en las manos y
unas cuantas migajas estaban esparcidas sobre su traje.
Mi mamá lo vio y lo regañó con la mirada, me parecía a mi papá en muchas cosas.
—Cecilia,
que bueno que ya estás aquí —exclamó mi mamá, el vestido volaba como
esos de los cuentos de princesas de Holly—. Nosotros ya nos vamos, en la
cocina está la lista de las chicas.
La niñera, Cecilia, le
sonrió y asintió. Mi papá terminó de comerse el pedazo de pan y se
despidió de nosotras con un beso en la frente, mi mamá nos abrazó y se
fueron.
Ralph le indicó el camino a Cecilia hasta su habitación,
lo cual sería un problema ya que había una y ella venía con más niños.
No traía maletas ni mochilas ni bolsos, me pregunté dónde estaría su
ropa.
Sus hijos la acompañaron, Gemma con la misma indiferencia y
Jorge sin dejar de voltearse en nuestra dirección para lanzarnos
miradas sospechosas.
Cuando nos quedamos solas, fruncí el ceño.
Lily no cambió su postura y se fue a la biblioteca para leer alguno de
los libros de papá. Yo odiaba esas cosas, no tenían dibujos y eran
aburridos, la mayoría hablaba de números y cosas que ocurrían en otros
lugares del mundo. Yo prefería los de aventuras y piratas, como Peter
Pan. Estaba realmente obsesionada con el país de Nunca Jamás y los niños
perdidos.
Acompañé a Holly a jugar en la cocina, nos estaban
haciendo galletas y un pastel de manzanas y queríamos decorar con
chispas de colores.
Pasaron los minutos mientras nosotras
esperábamos a que la comida estuviera lista y Cecilia entró. La sonrisa
no se le borraba, aunque yo notaba que estaba triste.
—Veamos que
dice la lista —su voz sonaba musical. En la pared había una hoja donde
estaban anotadas las cosas que podíamos hacer, a lo que éramos
alérgicas, a qué hora debíamos irnos a la cama y un sinfín de cosas más.
—Holly,
no puedes comer caramelos ni cosas que contengan azúcar después de las
ocho —las tres miramos el reloj y se veía con claridad como la manilla
apuntaba el número nueve—. Los siento, Holly. Pero no podrás comer. Y
dice que tu hora de dormir es las nueve, así ya deberías estar
cepillándote los dientes.
Holly se sorbió la nariz, decepcionada, y se fue arrastrando los pies. Le guardaría pastel y galletas para el desayuno.
—Y
tú, Martina…—Cecilia leyó la lista y luego me miró—Tienes hasta las
nueves y media, pero tampoco puedes comer —eso ya lo sabía, pero tenía
la esperanza de que ella se distrajera unos minutos—. Eres alérgica al
maní, a las naranjas, a las picaduras de insectos, al polen, al polvo y…
a un buen comportamiento, según tu madre.
Bufé y jugué con unos tenedores que había sobre el mesón de la cocina. Mamá era siempre tan exagerada.
Olga,
la cocinera y mi confidente de travesuras, sacó del horno una bandeja
con galletas de chispas de chocolate. Se me hizo agua la boca y estiré
la mano para alcanzar una, pero la mano de Cecilia golpeó la mía antes
de que pudiera sentir el calor de éstas.
—No puedes Tini
Miré instintivamente a Olga e hinché mis mejillas, ella comprendió y me guiñó un ojo.
En ese momento, entró Jorge.
Sentí
como el enemigo se acercaba. Por el simple hecho de empujar a Holly,
Jorge se había buscado un lugar en mi lista negra, donde figuraban mis
maestros, algunas niñas de mi clase, la niñera anterior y el tío Marcus
–que siempre me hacía bromas pesadas cuando nos visitaba- que era el
padre de mi prima Lodovica.
—Pero que niño más adorable, ¿quieres
una galleta? —le dijo Olga en cuanto lo vio. Quedé petrificada, le
estaba dando mis galletas al niño retrasado.
—Gracias —le
contestó él. Su voz, puaj, era tan falsa. Sólo quería robarse mis
galletas, si descubría que habían hecho pastel ¿también lo querría?
No aguanté más la escena y me fui, no sin antes escuchar cómo Jorge le preguntaba a su mamá:
— ¿Por qué está enfadada?
—No tiene permitido comer galletas —y en cierta parte, era verdad.
Me
pase veinte minutos arrojando los cojines de los sillones contra la
pared, botando cuadros de fotos y floreros. Sparks estaba afuera y no lo
dejaban entrar de noche porque se hacía en la alfombra, tenía que
admitir que lo segundo que me obsesionaba después de Peter Pan era mi
perro, ese San Bernardo cachorro que destrozaba cosas al igual que su
ama.
Cuando vi el reloj y las manecillas anunciaron las nueve y
media, dejé el desorden tal cual y subí a mi habitación. En las
escaleras me encontré con Gemma, que llevaba unas cosas puestas en los
oídos y eso hacía que ella moviera la cabeza y cantara en voz bajita. Me
encogí de hombros y seguí mi camino.
Sería difícil adaptarse a
la nueva niñera, sin embargo, a pesar de que no me dejó comer de MIS
galletas, era mejor que tener de vuelta a la bruja maruja que tuvimos.
Antes
de poder cerrar la puerta de mi habitación, vi detrás de un gran
florero que adornaba el pasillo, el cabello castaño de Jorge. Me había
seguido.
Estaba escondido al igual que cuando llegó detrás de su
mamá. No me dio buena espina que supiera donde dormía, ¿y si en la noche
se venía a robar mis juguetes?
Me encerré y con la duda infantil
en la cabeza, tomé todas mis cosas más preciadas –una colección de la
película de Peter Pan, el libro con la obra ilustrada, un peluche de
campanita y una caja de recuerdos- para esconderlas debajo de mi cama.
Así me sentía más segura.
En seguida, la puerta se abrió y Cecilia inspeccionó la habitación.
—Cepíllate
los dientes y ponte el pijama, si me necesitas, estaré en el cuarto de
Holly leyéndole un cuento —no alcanzó a ver cuándo escondía mis cosas,
le sonreí y asentí. Ella cerró la puerta y yo me dispuse a ver
televisión.
¿Dormir? Seguro.
Vi una película que no
entendí del todo, pero para demostrar mi rebeldía, la vi de todas
formas. Se llamaba “Mujer bonita”, no entendía a qué se refería, ya que
las personas en la televisión no paraban de besarse e insinuarse cosas.
Podía ser muy independiente a mis ocho años, pero aun así había cosas
que no comprendía, como el ¿por qué las personas se besaban? Era
asqueroso, se llenaban de baba y gérmenes.
Una vez, cuando estaba
en el recreo comiendo panqueques con Mercedes en la escuela, vimos como
Katherine William besaba a un niño un año mayor que ella. Él tenía
nueve y era rubio con unos grandes ojos azules. Mercedes me pellizcó el
brazo, susurrándome que Kathe era una “traga babas”, yo no pude estar
más de acuerdo con ella.
Cuando los protagonistas se pusieron muy
empalagosos y comenzó a darme asco, apagué el televisor. Todavía no
tenía sueño y no sabía que más hacer.
Entonces, alguien golpeó mi puerta.
Era
muy tarde, dudaba que fuera Cecilia para ver si ya dormía. Holly,
imposible. Lily, apenas me hablaba, mucho menos vendría a verme a mitad
de la noche.
Para dejar de atormentarme, abrí la puerta para
saber quién era, pero no había nadie. Cuando estaba a punto de cerrarla,
me percaté de que había algo en el suelo.
Encima de una servilleta, había dos galletas con chispas de chocolate.
Olga me había ido a dejar las galletas a escondidas, era lo más seguro.
Las
tomé y las envolví con la servilleta, miré a todos lados para verificar
que no había testigos y las escondí en medio del tul de mi vestido. Sin
embargo, cuando estuve a punto de volver a cerrar la puerta, detrás del
florero gigante se vieron los mechones castaños de Jorge otra vez.
Estaba mal escondido, si me movía un poco hacia mi derecha, le podía ver la mitad del cuerpo.
Lo miré y luego a las galletas… ¿Habría sido él?
—Nooooo —dije en voz alta, y finalmente, entré a mi cuarto para comerme esas deliciosas galletas
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